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Bogotá y Medellín, referentes de un proyecto de ciudad con sentido de comunidad

En la actualidad del diseño de la ciudades no propician las relaciones entre las personas. De acuerdo con el maestro en gestión urbana, Henry Talavera, es necesario entender el proyecto de intervención urbana como un diseño arquitectónico que acoge una serie de edificaciones interrelacionadas en una estructura, que permite que un grupo de gente determinada se construya como grupo social, mismo que por medio de hechos colectivos significativos se consoliden como comunidad.

Esto precisamente fue el resultado en las intervenciones llevadas a cabo en Bogotá y Medellín, ciudades ubicadas en Colombia, y que podemos ver como referentes de metrópolis con sentido de comunidad. En ellas se cumple lo dicho por Italo Calvino: “Cuando se habita la ciudad, ésta no sobrevive, sino que sobrevive lo que hemos podido tejer en ella y en muchas ocasiones gracias a la misma”.

ASÍ ERAN

Estas dos urbes latinoamericanas habían crecido de manera desmesurada a partir de los años 50 por el desplazamiento de la gente del campo a la ciudad, provocado por la violencia interna del país. Este ensanchamiento se realizó en ambos casos siguiendo los puntos de la metrópolis moderna, recopilados en la Carta de Atenas del CIAM de 1933.

Con el pasar de los años de estas dos ciudades, y muchas más, acabaron como territorios dispersos, fragmentados y desconectados, que fueron creando largas distancias de recorridos inseguros, sin verde y fuera de escala, obligando a los habitantes a usar el automóvil. Se convirtieron así en metrópolis sin equidad ni identidad ni imagen, y, desde luego, sin pertenencia; en otras palabras, ambas ciudades fueron perdiendo el sentido de comunidad.

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DESMENUZANDO LA METRÓPOLI

A Bogotá se le conoce hoy día como la “Ciudad Escuela”, debido a que ayuda a consolidar valores en la comunidad, los cuales son transmitidos y construidos por medio de la educación con la ayuda de una red compuesta de hechos arquitectónicos, llámese escuelas y bibliotecas públicas, en donde no sólo se facilitan los procesos y sistemas pedagógicos, sino que, además, se ofrecen ambientes propicios para el desarrollo humano. Estos edificios, símbolos urbanísticos que vinculan a la comunidad, recuperaron la imagen e importancia que siglos atrás tenían los públicos.

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Pero para poder entender al hecho arquitectónico es necesario observar lo que se necesitó para que esto ocurriera. En el caso de esta urbe se logró mediante una red de movilidad de transporte público, solucionado de la misma manera que en la ciudad de Curitiba, Brasil, por un sistema de aubuses articulados en un carril exclusivo, –que en Bogotá se denominó ‘Transmilenio’ (porque se construyó precisamente en el cambio de milenio)– y de una estructura de ciclorutas que conectaban toda la ciudad.

Esta red no sólo fue entendida como una trama de movimiento, sino como una organización de espacios que soportan el transcurrir de la vida del ciudadano y que le permiten a éste la interacción social. De tal manera se involucró no sólo la vialidad, sino también la banqueta –o andén como se denomina en Colombia–, las plazas y los parques.

La tipología arquitectónica de estos símbolos urbanísticos (colegios y bibliotecas públicas) tuvo que cambiar para que se pudieran convertir en constantes integradoras de la comunidad. De un concepto de colegio cerrado o colegio monasterio, a un concepto de colegio abierto a la ciudad por medio de una plaza pública que cumplía la función de espacio de transición entre la ciudad y el colegio. Según sus creadores (los arquitectos Pedro Juan Jaramillo, Henry Talavera y Teresa Ramírez) era el mismo sitio que se requería para el desarrollo de las relaciones ciudadanas.

OTRO CASO MÁS

En Medellín fueron tres los problemas a los que se enfrentaron. El primero: que en los años 90 se encontraba en la lista de las urbes más violentas –de 1990 a 1992 murieron violentamente al año seis mil personas en ella–.

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Segundo, que era una ciudad con una desigualdad social que se hacía evidente en su territorio, se dividía impenetrablemente en muchos sectores y esto era debido a la falta de oportunidades.

Y el tercer problema era consecuencia de la dificultad topográfica, que propiciaba la delincuencia desde diferentes caras, como las bandas al servicio del narcotráfico, las milicias guerrilleras, los combos y cárteles al servicio del mejor postor y organizaciones narco –paramilitares–. Esto era tan evidente en aquel tiempo que el cineasta antioqueño Víctor Gaviria en su película Rodrigo D no futuro (1988) habla de Medellín como una ciudad ajena, que oprime, margina y que, finalmente, se come vivo a sus habitantes.

Por el derecho a una ciudad pacífica, vivible y amable se inició una transformación urbana de la ciudad, que actualmente se conoce como ‘Urbanismo Social’, que consiste en usar la arquitectura y el espacio público en función de objetivos sociales.

Este proyecto retomó como inicio lo ya realizado en Bogotá. Dicho plan urbano arquitectónico estaba compuesto de tres partes: una red de sistema de transporte publico entendida de la misma manera que en Bogotá, no sólo como red de movimiento, sino de intercambio social que estaba compuesta por otra de metro, autobuses articulados con carril exclusivo al cual se le llamó Metro Plus, un sistema de metro cable que sirvió para conectar aquellos fragmentos de ciudad –que por su topografía eran impenetrables– y un sistema de escaleras y rampas que fortalecían la movilidad peatonal de las comunas –que son los asentamientos irregulares en las partes altas de las montañas de la ciudad–.

La segunda parte era la creación de una estructura de bibliotecas públicas, que se encontraba integrada por las ya existentes, los parque-bibliotecas como la Quintana, la San Javier, la Ladera y la España; las barriales y las del metro que cumplirían la función de edificios icónicos y que eran proyectos con múltiples programas a los cuales se les denominó PUI, múltiples esquemas que abarcaban la cultura, la educación, la ciencia, la tecnología, el entretenimiento y el emprendimiento por medio de los Cedezos (Centros de Desarrollo Empresarial Zonal).

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El último componente estaba conformado por una organización de espacios públicos, entre los que hallamos el parque Explora, el Jardín Botánico, el Orquideorama, el parque de Los Pies Descalzos y las plazas y parques a lo largo de la red de movilidad. Cabe aclarar que todos estos proyectos se realizaron en las áreas más vulnerables y segregadas, construyendo esperanza e identidad en sus habitantes que le dieron un sentido comunitario a las mismas.

VOLUNTAD POLÍTICA

Lo logrado en Bogotá y Medellín no habría sido posible sin la continuidad y voluntad política respaldada por las instituciones y los movimientos sociales. En Bogotá durante cuatro periodos consecutivos, que abarcaron desde el año 1995 al 2008, con dirigentes como Antanas Mockus –en dos periodos no consecutivos 1995 y1998–, Enrique Peñalosa –de 2001 a 2004– y Luis Eduardo Garzón –de 2004 a 2008–. Y en Medellín, con Luis Pérez Gutiérrez –periodo 2001 a 2003–, Sergio Fajardo –2004 a 2007– y Alonso Salazar Jaramillo –de 2008 a 2011–.

EL SENTIDO COMUNITARIO DE LA CIUDAD

Con todo esto podemos concluir que aunque la ciudad surgió de la conciencia social, donde cada quien tenía su labor dentro de la misma –generando redes de ayuda mutua entre sus habitantes–, su crecimiento y planificación hicieron que con el transcurrir de los años este sentido de colectividad se fuera disipando hasta desaparecer. Sin embargo, ejemplos como los mostrados, nos demuestran que la metrópoli puede recuperar su sentido inicial en donde se crea comunidad.

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